Una fresca
mañana de septiembre de 1985 dos antropólogos
de cincuenta y pico de años -Gabriel Martínez,
chileno nacido en España, y su esposa, Verónica
Cereceda, Chilena - partieron en su jeep desde
Sucre, la capital colonial de Bolivia, en una búsqueda
para resolver el misterio que los había dejado
perplejos mucho tiempo antes.

Los acompañaba el etnólogo boliviano Ramiro
Molina, y estaban resueltos a averiguar el origen de varios
tejidos que, varios años antes, se habían
vendido como antigüedades en negocios para turistas
de La Paz y otras ciudades bolivianas. Aunque los coleccionistas
valoraban los tejidos por su singularidad y a pesar de
que los diseños fabulísticos se reprodujeron
en postales, portadas de revistas y afiches e incluso
inspiraron a algunos pintores bolivianos, poco se sabía
sobre sus creadores.
Los coleccionistas y comerciantes llamaban a las piezas
"los tejidos de Potolo". Potolo es el poblado
mas grande (alrededor de 600 familias ) y mas cercano
al lugar de origen de los tejidos. La zona esta aproximadamente
a 50 kilómetros al oeste de Sucre. No se encontró
ningún estudio etnográfico de la cultura
o el pueblo del cual provenían los tejidos.
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Durante varios
meses, Martínez, Cereceda y Molina registraron
con minuciosidad los profundos valles de Chuquisaca y
recorrieron decenas de caseríos dispersos, en jeep
y a pie. Gran parte de lo que vieron les produjo
desasosiego, pero no sorpresa.
En la zona vivía un pueblo de casi 25000 personas
que se denominaban Jalq'a. Eran muy pobres, con una taza
de mortalidad infantil similar a la de África e
ingresos familiares de US$ 100 al año, en promedio.
Sus cultivos de papas resecos y sus pequeños rebaños
de ovejas y cabras flacuchas mostraban las huellas de
una larga sequía. En las comunidades no había
agua limpia ni electricidad, y en muy pocos había
puestos de salud. Tampoco había techos de calamina,
ni bicicletas, signos comunes de prosperidad mínima
entre los campesinos andinos. En general, la gente parecía
desanimada y desorganizada.
Los tres visitantes observaron con satisfacción
que la mayoría de los pobladores todavía
usaba trajes típicos, pero los aqsus
que llevaban la mujeres eran pálidos reflejos de
los tejidos que habían motivado la expedición.
Ya no se veían las bellas combinaciones de colores
sutiles; los paneles decorativos, llamados pallay
, que antes eran grandes, se habían achicado,
y el motivo de animales exóticos en caída
libre había sido reemplazado con hileras de figuras
comunes repetidas.
La adopción de los colores y los dibujos geométricos
que usaba una etnia de las cercanías estaba borrando
gradualmente los tenues lazos que todavía mantenían
con el pasado. Las muchachas, tal vez debido a la influencia
de los valores urbanos que iban penetrando en el campo,
habían dejado de lado los valores culturales de
sus madres y abuelas.
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